... por Kurt Schleicher
Teruel. Fiestas del Ángel. Sábado 9 de julio de 2016. Las siete de la
tarde. El sol está todavía pegando
fuerte, pero con breves ráfagas de viento que refrescan el ambiente. Todo
parece perfecto. Es la corrida grande; ¡estamos en fiestas! El día anterior se había celebrado otra poco
habitual, pues se les dio una oportunidad a seis toreros, no a tres, para
enfrentarse cada uno a un toro. Dieron todo lo que daban de sí, que era mucho. Los
seis dieron grandes muestras de profesionalidad y saber hacer, dejando el
listón muy alto.
Con esos antecedentes, el sábado había gran expectación en la plaza.
Tres diestros consagrados: Curro Díaz y Morenito de Aranda, madrileños, y
Víctor Barrio, segoviano. Salen los alguacilillos, alguacilillo y alguacililla;
ésta acapara las miradas, al ser guapa y sonriente. Detrás se colocan los tres
toreros, dos de ellos de rojo, Morenito y Víctor, muy altos y espigados; uno es
muy moreno haciendo honor a su apodo y el otro, el de Segovia, es más pálido; el tercero, Curro, de blanco, es algo más
enjuto. Los tres se abrazan y se desean suerte; bonito detalle. Paseíllo con
música hasta la presidencia. En el tendido de sol, arriba del todo, una banda
de una de las peñas anima el cotarro con su música de fiestas. El público viste
mayoritariamente de blanco, igual que en los sanfermines, con sus pañuelos
rojos y rojinegros.
El festejo promete; se llama el “Desafío
de Santa Coloma”, al parecer por las dos ganaderías. Los dos primeros
toreros en orden de intervención, Curro y Morenito, despachan a sus cornudos
oponentes tras una faena aliñada y clásica; al matar tras un primer pinchazo,
no se les concede la ansiada oreja.
Antes de salir el tercer toro, un pálido y espigado torero vestido de
rojo se dirige lentamente, pero con paso decidido y largas zancadas, a la
puerta de toriles. ¿Qué querrá hacer? Se arrodilla con el capote ahí mismo, a
unos diez metros de la puerta, dando a entender por señas que ya se puede
abrir. Hay que tenerlos bien puestos para hacer eso; su acción recuerda al
portero que se coloca bajo los palos para que le tiren un penalty, sólo que en este caso lo que está en juego es la vida y no
un miserable gol. El tercer toro, Lorenzo,
de la ganadería de “Los Maños”, se hace de rogar; no quiere salir, haciendo que
estar de rodillas y en esa tesitura no parezca ser muy agradable. A más tiempo,
más angustia. Sale por fin el morlaco, menos negro que los dos anteriores; duda
una décima de segundo ante aquél torero de rodillas delante de él, pero
enseguida le embiste cuando ve cómo se agita levemente el paño rosado; en el
último momento, el torero se aparta un poco a un lado haciendo una ventolera
con el capote, pasándole por encima aquél animal de 529 kg. Uuuf.
Víctor se quiere lucir y encadena
varios pases con el engaño a dos manos. La fiesta se anima. Al toro le cuesta
entrar al picador y muestra cierta preferencia por el torero, que por fin logra
llevarle ante el caballo. Empuja entonces con fuerza metiendo bien los riñones.
Víctor, tras probarle una vez, decide que le den un puntazo más, pero sin
exagerar; no quiere que se le escape el éxito. Salen los banderilleros; bien
todos. Víctor coge la muleta y va encadenando una buena faena, sin aspavientos,
muy correcta. Suena la música. Son las ocho de la tarde. Las sorpresivas
ráfagas de aire molestan al diestro, que se mueve entre la sombra y el sol,
algo que quizás dificulte su visión. Encadena varios pases muy ceñidos; el toro
embiste bien y sigue al capote. Demasiado, pues una inoportuna ráfaga lo hace
flamear más cerca de las largas piernas del torero; en plena vuelta, el toro
gira algo más la cabeza y engancha al sorprendido diestro por una pierna,
levantándolo sin dificultad y tirándole al suelo. Allí se ceba con él y embiste
con la cabeza ladeada, de forma que, aunque el torero trata de protegerse con
el brazo derecho, logra clavarle el pitón izquierdo atravesándole el pecho casi
de lado a lado. Lo vuelve a levantar y lo vuelve a tirar al suelo, encelándose
con él y dejando al torero inconsciente, tirado como un guiñapo cabeza abajo y
con la mirada perdida. Se oyen gritos entre el público. La cuadrilla le quita
el toro de encima, pero es demasiado tarde; el torero ni se mueve. Le cogen
entre varios, pero lleva la cabeza caída contra el pecho y se le ve mucha
sangre en el lado derecho; no reacciona. Corren con él a toda velocidad hacia
la enfermería; el torero está muy, muy pálido y lleva la pechera manchada de
sangre. Los que lo vemos de cerca según entra en volandas, nos llevamos una
mala impresión; no tiene buena pinta y está desmayado. Hay dos policías que
tienen orden de no dejar pasar a nadie y menos a la prensa, que estaba cerca y
lo intentan. Se apartan cuando aparece una joven que dice que es enfermera y
que puede ayudar. Parece ser que el padre de torero también accede a la
enfermería, pero no le reconocemos. Pasan los minutos y desde el callejón a la
puerta de aquélla no se oye nada; de vez en cuando el encargado de la plaza pasa
por allí con la mano tapándose la boca, como no creyéndose lo que estaba pasando.
Todos sentimos una gran congoja y ya no nos fijamos en lo que sucede en la
plaza. Allí la fiesta sigue, pues pocos se han dado cuenta de la dimensión del
desastre y probablemente esperan a que vuelva a salir el torero por sus propios
pies como suele pasar, aunque flota un extraño malestar de mal augurio en el
ambiente. Curro Díaz da cuenta de Lorenzo,
pero su faena pasa casi desapercibida.
Sale el cuarto toro. Es para Curro de nuevo. Le hace una excelente
faena, mata bien a la primera estocada y se le concede una oreja. Saber
sobreponerse al recuerdo de la cogida de su compañero en el toro anterior tiene
su mérito. Entretanto, los minutos van pasando. Muchas personas y sobre todo
los diversos toreros y sus cuadrillas intentan pasar o al menos saber algo
sobre el estado del herido, pero los dos policías en la puerta de la enfermería
no se lo permiten y tampoco les dicen nada, probablemente porque tampoco están
informados. El encargado de la plaza, con la mano todavía en la boca con gesto
grave, recorre el callejón ante la enfermería, entrando y saliendo de la misma;
les dice algo a algunos de los que preguntan y los murmullos se van corriendo.
“Está muy grave”, dicen. Aparece una cara famosa, la del apoderado de Morenito,
Ortega Cano, al que tampoco dejan pasar. Coincidiendo con la muerte del cuarto
toro, se oye una voz estentórea, ronca y desgarradora entre sollozos que sale
desde el fondo de la enfermería: “¡¡No puede ser!! ¡¡Esto no puede haber pasado!!”
y que nos hiela la sangre a los que la escuchamos. Los que estamos cerca ya nos
figuramos lo que había sucedido; Víctor Barrio ha muerto. Por lo visto, el
cuerno le había atravesado el pulmón y le ha había roto la aorta, entrando ya en
la enfermería con parada cardiaca; allí intentaron todas las maniobras posibles
de recuperación, pero el destrozo era demasiado grande. En el parte médico
posterior figura que murió a las ocho y veinticinco. La noticia ya sí que se
transmite como la pólvora; incluso le llega a Curro Díaz, que acaba de matar al
cuarto toro, y sale corriendo hacia la enfermería. En la puerta del callejón
estaba ya Morenito apoyando la cabeza sobre el burladero sin poder contener las
lágrimas, al igual que el resto de las cuadrillas y el público cercano. Uno de
los médicos, enfundado en su bata azul, el pantalón blanco manchado de sangre y
con el pelo todavía completamente empapado de sudor, sale al callejón pidiendo
un cigarrillo para relajar la tensión; alguien quiere regalarle un paquete, pero
no acepta, con la mirada todavía perdida.
El presidente del festejo pasa brevemente por la enfermería y tras
reaparecer certifica la muerte del diestro, informando de paso a la prensa. A
petición de los dos toreros, se suspende la corrida, decisión aplaudida por el
público, que ya empieza a darse cuenta de lo que había pasado. Asimismo,
también se suspenden los festejos de vaquillas y el “toro de fuego” previstos para aquella noche en la plaza de toros.
Más de treinta años han pasado desde el último torero muerto en una
plaza española, el recordado El Yiyo;
quizás también por eso, muchos de los presentes no se lo pueden creer todavía.
Finalmente, los dos policías reciben la orden de dejar pasar a las
cuadrillas a la enfermería, donde podrían dar el último adiós a su infortunado
compañero.
Está visto que no siempre ganan
los toreros. La muerte siempre acecha cuando se la roza, sea en los toros, en
las carreras de motos o en las de los coches de competición, cosa que hace
reflexionar sobre las reacciones humanas y su capacidad de adicción por el
riesgo, especialmente cuando es el medio para ganarse la vida o, mejor dicho,
no para ganarla, sino para perderla.
Descanse en paz Victor Barrio,
torero hambriento de triunfos, con su joven vida truncada tan pronto y de una manera
tan brutal. ¿Qué de quién es la culpa? Pues no lo sé, quizás de todos y de
nadie. Del toro, desde luego que no.
KS, Julio de 2016 (testigo casual aquél infausto día al estar
sentado al lado del callejón de la enfermería en la plaza de Toros de Teruel).