lunes, 15 de junio de 2015

CÁTAROS

… Por José Enrique García Pascua.

Cuando el mes pasado me paseé por las tierras del Languedoc, entré en contacto con los lugares en que, durante los siglos XII y XIII, se había desarrollado la herejía albigense, y esta circunstancia hizo que renaciese mi interés por los cátaros –“puros”, del griego καθαροί–, que es como se llamaban a sí mismos los seguidores de esta herejía; quizás mi interés fue causado por la actualidad que podemos descubrir tanto en su doctrina como en el destino que tuvieron.


Antecedentes.
No fueron los albigenses los primeros en adoptar la denominación de “cátaros”, sino que ésta fue antes adoptada por otros movimientos de renovación moral, entre tantos que han surgido en el seno de la cristiandad a lo largo de los tiempos y que la mayor parte de las veces han sido proscritos por la autoridad eclesiástica.  Los primeros puros fueron los discípulos de Novaciano, aunque otras tendencias rigoristas habían surgido con anterioridad, como es el caso de los montanistas del siglo II. Novaciano era un sacerdote activo en Roma alrededor del año 250 que se enfrentó a Cornelio, obispo de Roma, acusándole de relajamiento por haber vuelto a admitir en el seno de la Iglesia a los que habían abjurado de su fe durante la persecución anticristiana del emperador Decio. Excomulgado por Cornelio, Novaciano fundó un grupo que se denominó “iglesia de los puros, o cátaros”, quienes, además de exigir un segundo bautismo para que la apostasía fuera perdonada, fomentaron la práctica del ayuno y reivindicaron –siguiendo el ejemplo de la moral de los filósofos estoicos grecolatinos– costumbres más ascéticas, lo que implicaba la abstención de consumir vino y la necesidad de observar una castidad extrema. Las ideas de los novacianos tuvieron su continuidad en el siglo siguiente con una nueva secta de puros, los donatistas, cuando ya, a partir del Edicto de Milán, de 313, Constantino y sus sucesores habían comenzado a mostrarse tolerantes con el cristianismo, e incluso favorecían el predominio de la doctrina de la Iglesia oficial frente a otras interpretaciones de la herencia de Cristo.
Las reacciones rigoristas contra la corrupción de la jerarquía católica continuaron a lo largo de la Edad Media, y alcanzaron gran éxito entre los laicos humildes, que tenían que soportar las exacciones a que eran sometidos por parte de los que detentaban el poder, tanto civil como religioso. En Bulgaria nació con  fuerza el movimiento bogomilo, del que se tienen noticias ciertas a partir de la primera mitad del  siglo X y que durante el siglo siguiente se expandió por el imperio bizantino, en donde fue combatido por la Iglesia de Constantinopla. Posteriormente, los bogomilos se extendieron por Europa occidental, y encontramos comunidades bogomilas, ya en el siglo XIII, en Lombardía y en el sur de Francia, en donde se mezclaron con los cátaros. Por las analogías entre las creencias de los bogomilos y las doctrinas cátaras, se piensa que aquéllos representaron un importante papel en el nacimiento de la herejía albigense. En efecto, los heterodoxos búlgaros creían  también en la existencia de dos principios, uno bueno y otro malo, y rechazaban el matrimonio y la procreación, por ser parte del mundo material, obra del principio malo, Lucifer.
Aun podemos mencionar, dentro de los movimientos rigoristas medievales, a uno que tuvo su origen en Lyon en el siglo XII,  los valdenses, grupo reformador de laicos que buscaban llevar una vida de pobreza y sencillez, acorde con el mensaje evangélico, y que, al no lograr que les reconociese el papado como organización legítima dentro de la Iglesia (pues se trataba de laicos que se dedicaban a la predicación, usurpando funciones del sacerdocio), terminaron acercándose a los albigenses.


Historia de los cátaros. La cruzada.
   Nace la herejía albigense en el contexto de la predicación anticlerical del monje Henri, quien hacia 1145 denunciaba, en tierras del Languedoc, la vida de lujo de la mayoría de los miembros del clero, aunque también se pueden encontrar iglesias cátaras en el norte de Italia y, ya en 1163, en la zona de Colonia, Alemania.
En el sur de Francia, el movimiento fue favorecido por las rivalidades feudales, singularmente la lucha que la casa de los vizcondes de Trencavel, señores de Albi, de Carcassonne y de Béziers, lleva a cabo contra el condado de Toulouse, del que eran vasallos, para emanciparse de su soberanía. En la región de Albi, los heréticos aparecen ya sólidamente organizados a finales del siglo XII, como una Iglesia paralela a la romana, bajo la protección de los Trencavel. Este hecho explica la denominación de “albigense” que se da a la herejía. El conde de Toulouse, Raymond VI, está, empero, poco dispuesto a oponerse a la propagación del catarismo.
El papa Inocencio III, preocupado por salvaguardar la unidad de la fe en el mundo católico, envía al Mediodía francés varios legados, con el encargo de imponer el orden en el episcopado local y demandar a los señores de esas tierras y al rey de Francia (teórico soberano de aquéllos) su ayuda para acabar con la herejía. Pierre de Castelnau, legado papal, se entrevista en 1208 con Raymond VI, quien da muestras de su poca voluntad de colaboración e incluso amenaza a los enviados del papa; cuando éstos abandonan el lugar de reunión y se aprestan a cruzar el Ródano, un escudero del séquito del conde de Toulouse alcanza a Pierre de Castelnau y le mata de un lanzazo en la espalda. Ante tamaña ofensa, Inocencio III declara anatema a Raymond VI y proclama la cruzada contra los albigenses, la primera que tendrá lugar en territorio católico.

En julio de 1209,  se reúnen los cruzados, entre los que no figura el rey de Francia al principio, pero sí Raymond VI, que quiere recibir el perdón de la Iglesia. La primera acción del ejército cruzado es el asalto de Béziers, plaza del vizconde Raymond-Roger Trencavel. Tomada la plaza, los cruzados se dedican a exterminar a la población, sin perdonar ni mujeres ni niños. Se atribuye al legado papal, Arnaud Amaury, la frase apócrifa: “Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos”.
Después, en agosto, los cruzados atacan Carcassonne, en donde reside la corte del vizconde de Trencavel. Las formidables murallas de esta ciudad resisten el asalto, pero la falta de agua la obliga a capitular al cabo de tan solo quince días de asedio. Raymond-Roger es hecho prisionero y muere tres meses más tarde en la mazmorra en que le habían encerrado, envenenado, según los rumores. 
Continúa la guerra durante varios años en que los cruzados queman a centenares de herejes y se suceden masacres de vencidos por parte de ambos bandos. Simon de Montfort, el audaz jefe del ejército cruzado, se enfrenta a los señores feudales que albergaban comunidades cátaras en sus posesiones y termina atacando los territorios del conde de Toulouse, lo que preocupa a Pedro II de Aragón, que contempla cómo el de Monfort se propone, en territorios aledaños a sus dominios, objetivos muy alejados de los iniciales de la cruzada . Pedro II decide intervenir a favor del conde de Toulouse y se enfrenta a las tropas de Simon de Monfort en la batalla de Muret, en el año 1212, en donde el rey de Aragón muere y su ejército huye en desbandada.
 Como consecuencia de esta derrota, el conde de Toulouse tiene que huir, pero en 1216 Raymond VI y su hijo, el futuro Raymond VII (que sería el último conde de Toulouse independiente de la corona) regresan y toman el mando de la lucha contra los cruzados, consternados por las disposiciones del IV Concilio de Letrán, de 1215, que, además de condenar a los albigenses y a los valdenses, despoja de sus posesiones al conde de Toulouse, en beneficio de Simon de Monfort. En 1218 muere Simon de Monfort y la iniciativa militar queda en manos del condado de Toulouse y sus aliados, los condes de Foix y de Comminges.
A instancias del nuevo papa, Honorio III, el rey de Francia, Luis VIII, decide incorporarse a la cruzada en 1226; sin embargo, una enfermedad le lleva a la muerte el tres de noviembre de ese año y le sucede Luis IX, menor de edad, bajo la regencia de su madre, Blanca de Castilla. A pesar de este contratiempo, los capitanes de la armada real presionan a las fuerzas de Raymond VII (que ha sucedido a su padre en 1222) el cual se somete al rey y firma en 1229 unos acuerdos conocidos como Tratado de Meaux-París que marcan el fin de la cruzada, pero no el final de la resistencia cátara.   
En 1271, en virtud de los citados acuerdos, el condado de Toulouse se incorpora definitivamente a la corona y, así, la dinastía de los Capetos logra el dominio de la mayor parte del Languedoc. Por esta razón, hoy en día el occitano únicamente se mantiene como lengua oficial en el Valle de Arán, territorio español.

Una vez terminada la cruzada, el papado continúa su tarea de erradicación de la herejía con dos instrumentos, la predicación de los miembros de las órdenes mendicantes (Sto. Domingo de Guzmán fundó en 1215 la orden de los Predicadores con el objetivo de refutar mediante la palabra la doctrina cátara)  y la labor investigadora de la Inquisición papal, instaurada en 1233 precisamente para combatir a los albigenses. No obstante, permanecen focos de resistencia durante años, el más famoso es el que se refugió en el castillo de Montségur, que sufrió el asedio de las tropas reales en 1244. Rendida la plaza, a sus pies fueron quemados doscientos contumaces que habían rechazado la conversión. El último perfecto fue condenado a la hoguera en 1321.


Doctrina de los cátaros.
Dos son los puntos en que se centra la doctrina de los cátaros, la afirmación de la coexistencia de dos principios del mundo, uno que encarna al Bien y otro que encarna al Mal, y la práctica de una moral rigurosa.

El dualismo teológico se da en muchas de las herejías que han jalonado la historia del cristianismo primitivo, empezando por el gnosticismo, y, más en concreto, el predicado por Marción (h. 85-h. 165), nacido en la ciudad de Sínope, y continuando por el maniqueísmo, predicado por Mani, nacido en Mesopotamia en 216 y muerto en 277. La doctrina de Mani está íntimamente relacionada con la religión de Zoroastro y de ella toma la idea de que en los orígenes de todo existían dos Principios, la Luz –el Bien– y las Tinieblas –el Mal–, en constante lucha, y esta lucha está a la base de la creación del universo, que, por ello mismo, tiene una parte luminosa y otra oscura. Del mismo modo, Adán y Eva fueron creados con una parte divina, el espíritu luminoso, y otra perversa, el cuerpo, emanado de la materia.
Los cátaros, para explicar la paradoja de que, siendo el Dios de la Biblia esencialmente bueno, también es el creador de este mundo en que predomina el mal, acuden al ya mentado dualismo teológico, según el cual el buen principio es aquel al que llamamos Dios, al que se opone un mal principio que, para los cátaros, se identifica con la mera Nada, que, aunque es nada, existe, porque también ella fue creada de alguna manera, idea que los cátaros parece que toman de una peculiar lectura del versículo 3 del capítulo 1 del Evangelio de Juan: «Omnia per ipsum facta sunt: et sine ipso factum est nihil, quod factum est» («Todo es hecho por Él mismo: y sin Él mismo es hecha la nada, la que es hecha» o, como se traduce ortodoxamente, «Todas las cosas son hechas por Él mismo: y sin Él mismo nada es hecho, en cuanto a lo que es hecho» ). Mientras las primeras manifestaciones del Bien son el Hijo y el Espíritu Santo, la manifestación del Mal es Satanás, el cual fue quien formó el mundo material, no a partir de la nada, sino a partir de los cuatro elementos (fuego, aire, agua, tierra) preexistentes. En lo que respecta a los seres humanos, su origen está en los ángeles caídos del cielo a la tierra a consecuencia del engaño a que les sometió Satanás. Las almas angélicas se encarnan en cuerpos materiales por obra de Satanás, que quiere que olviden su origen divino. La redención del hombre, no obstante, tendrá lugar por el regreso de las almas caídas al cielo, en donde se unirán a sus antiguos cuerpos gloriosos. Para los cátaros, no existe el infierno eterno, ya que no hay mayor castigo que permanecer prisionero de la materia del universo satánico.

Ya hemos hablado en el primer epígrafe de los antecedentes que cabe encontrar para la moral rigurosa de los cátaros, quienes creen que Dios, el Principio del Bien, envió a la tierra a Cristo, para que enseñara a los hombres a ser puros (cátaros) y, así, librarles del poder de Satán. También es Cristo quien instituye el máximo sacramento del catarismo, el llamado consolamentum, que consiste en una ceremonia celebrada al final de un largo periodo de preparación en que el creyente confesaba públicamente sus pecados, de los que era perdonado, y prometía fidelidad a la doctrina cátara. De este modo, el simple creyente se convertía en perfecto, el cual, obligado a llevar una vida completamente ascética, se abstenía de comer carne, ayunaba con frecuencia y renunciaba a la sexualidad. Este camino de perfección estaba igualmente al alcance tanto de hombres como de mujeres: las perfectas también estaban autorizadas a predicar a los creyentes.
Las comunidades cátaras se organizaban como iglesias autónomas y al frente de cada una de ellas había un obispo, aunque por encima de él se imponía el criterio asambleario del concilio de perfectos.


Actualidad del catarismo.
El esfuerzo bélico a que se entregaron el papa y el rey de Francia con el objeto de acabar con unos ascetas que aparentemente no ofrecían mayor peligro que su deseo de vivir conforme a sus propias convicciones religiosas y morales resulta, de entrada, desproporcionado, lo mismo que los sangrientos castigos a que se sometió a los herejes durante las décadas en que fueron perseguidos.
Desde un punto de vista estrictamente económico, el dudoso beneficio logrado no compensaría de ningún modo el gasto que se necesitó para ello. Pero resulta que el auténtico beneficio que se buscaba era otro, como la historia termina por demostrar, el acrecentamiento del poder de los poderosos. Los albigenses habían ampliado su influencia y se habían constituido en iglesias autónomas que no compartían su fe con los católicos ni se sometían a la jerarquía eclesiástica lo que suponía un gran peligro para la preponderancia del papa y, de rechazo, de los señores seglares, que basaban su poder en la legitimación recibida de la bendición papal, así como en el orden social que proporcionaba el credo común. Con la aniquilación de la herejía, el papa evitó que se salieran de la obediencia católica tantos cristianos que, en caso contrario, habrían dejado de contribuir con su diezmos y primicias al esplendor de Roma, y el rey de Francia, que colateralmente incorporó a sus dominios tantos nuevos tributarios, obtuvo el beneficio político  de dar un paso decisivo hacia el absolutismo que, acabando con el poder feudal, concentra toda la autoridad en la corona, lo cual convertirá con el  tiempo a Francia en una potencia hegemónica que impondrá su voluntad a otros Estados y que levantará un imperio colonial: poder y riqueza, ¿qué otra cosa es más deseable?, ¿la defensa de la religión verdadera? En el siglo XIII, la religión –la ideología– estaba al servicio del poder, es decir, de los que dominan la estructura económica, como en cualquier otra época, como en la actualidad. Y el beneficio de unos pocos se consiguió a costa de muerte y desolación, a costa del sacrificio no sólo de los perdedores, sino de aquellos que tomaron la cruz y perdieron la vida convencidos de que sus jefes les habían enviado al combate sólo por la noble causa de defender la verdadera religión.

Los cátaros eran contestatarios, insatisfechos con el orden prevalente, que les oprimía, y se dedicaron a levantar nuevas formas de organización social, participativas, más justas para ellos, que facilitasen a las personas llevar una existencia auténtica por encima de la obsesión de acumular bienes materiales. Este empeño fue su perdición.
Actualmente, los poderosos de Occidente toleran, con una sonrisa de superioridad, a quienes se muestran críticos con el sistema establecido, mientras se limiten a eso, a criticar; en todo caso, les combaten incruentamente con los omnipresentes medios de comunicación de masas, que mayoritariamente están a su servicio y que se emplean para sumir en la alienación al conjunto de la población, y esta alienación es tan efectiva que no se necesitan medidas coercitivas  especialmente duras, como las piras de la Inquisición, para mantener el orden. En realidad, también Inocencio III intentó la persuasión –que posteriormente encomendó a las órdenes mendicantes– antes de recurrir a la violencia.
Ocurre, sin embargo, que la “religión” imperante entre nosotros, ésa que nos habla de democracia y derechos humanos, tiene un punto débil, que exige la convocatoria periódica de elecciones, y, de repente, en ciertos lugares de este mundo occidental los críticos han decidido presentarse como candidatos con sus propuestas de cambio radical de esas reglas que permiten la supremacía de los corruptos y la puesta en práctica de una economía que, en nombre del liberalismo, hace que incluso en nuestras sociedades opulentas las diferencias entre ricos y pobres no hagan sino agrandarse con el paso del tiempo. Y resulta que los electores, deseosos de la mejora moral, votan a los críticos, y ellos ganan las elecciones.
Los poderosos de Occidente se asustan, pues ellos prefieren la acumulación de bienes materiales a la perfección, y se aprestan a asustar a los ciudadanos, y consiguen que bajen los índices bursátiles. Los críticos, no obstante, han conseguido ser escuchados y esto les proporciona cuotas de poder, logradas pacíficamente, lo cual no es óbice para que, tal como nos enseña la historia, si el control de la sociedad por parte de los que ya tenían el poder corriese peligro, éstos no duden en recurrir a medidas más drásticas y, a semejanza de Inocencio III, proclamen la necesidad de una cruzada contra los desviados, un golpe de Estado, por ejemplo, cosa que ya sucedió en nuestro país en épocas recientes, que acaso no sea llamado Cruzada, como el anterior, sino que sería justificado como defensa de los derechos humanos, que es lo que ahora está de moda, y seguramente durante la subsiguiente represión no se acudirá a tácticas tan incómodas como el degüello de toda una población, ya que ahora disponemos de complejas armas que permiten eliminar de manera limpia a ancianos, mujeres y niños con sólo apretar un botón. En esto sí que hemos progresado.

Torrecaballeros, 7 de junio de 2015.

1 comentario:

  1. Magnífico compendio de la historia de los cátaros y de su "herejía", que pongo entre comillas queriendo decir que el tal palabro, aparte de antipático, hoy se considera una antigualla. Por cierto, Albi tiene una de las catedrales más bonitas que he visto en cuanto a la profusa decoración de interiores, de un colorido excepcional.

    Conozco también la zona, pues al estar varios años viajando a Toulouse era obvio que tenía que darme algún que otro paseo por los castillos cátaros, yendo en coche desde Toulouse a Barcelona. He visitado varias veces Carcassone y Foix y hasta he subido al castillo de Montsegur, imponente, aunque no quede mucho más que los muros. Siempre me impresionó la historia de los cátaros, víctimas en mi percepción del dominio de la Iglesia; si hubieran tenido éxito (y de hecho duraron más de lo previsto), a lo mejor la historia hubiera sido otra y hasta Lutero a lo mejor tampoco se hubiera sublevado, cosa que ya nunca sabremos, naturalmente. Destacaron efectivamente por la exaltación de la pureza, pero tampoco veo que hubiese unas diferencias enormes con la doctrina de Jesucristo, sino sencillamente una interpetación "diferente" de ésta, con ánimo de "mejorar" los dictámenes absolutistas de la Iglesia de la época. Pretendían seguramente empezar de "cero". Lo que sí parece es que la congregación de los cátaros estaba formada por "buena gente", que no eran en absoluto anti-cristianos, ni ateos ni agnósticos, que curiosamente han sido mejor "tolerados" que los discrepantes, probablemente, como bien dices, por el peligro que podrían suponer para la hegemonía de la iglesia. Y que los papas tenían más espíritu guerrero que religioso por entonces.

    Hace un par de años he leído la novela "La sangre de los inocentes", de Julia Navarro, que trata de un interesante resurgir hipotético de los cátaros en la época actual; no deja de ser una idea interesante, dado el enorme cambio del entorno si comparamos los siglos XII y XIII con el XXI.

    Hoy todo aquello de los herejes ya nos suena como algo muy lejano y sin sentido, sobre todo en el ámbito de la religión, si no fuese porque ahora se ha sustituído por otra probablemente peor: los "infieles" de los musulmanes, que hoy reemplazan a los intolerantes de entonces.

    Es curioso que existe cierto parecido (salvando las diferencias, claro) entre los mormones (Iglesia de Jesucristo de los Santos del último Día) de hoy y los cátaros de entonces, pero a nadie se le ocurre organizar una cruzada contra aquéllos, ¿verdad?

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