por José Enrique García Pascua.
La contemplación de los
murales del Museo Religioso del “Ramiro de Maeztu” hizo que me percatase de que
lo que es malo para una generación se convierte, fácilmente, en bueno para la
siguiente; sin embargo, multitud de filósofos han buscado un único fundamento
para la moral, puesto que ésta lo demanda, ya que se configura como una
normativa válida para todos los
hombres, luego ha de fundamentarse en un principio
universal, que pueda y deba ser aceptado por todos los hombres. Si todos
los hombres son animales racionales, el principio universal ha de tener
carácter racional, porque lo racional es objetivo.
Platón (428/427-347) propuso como
fundamento racional de la moral la misma Idea
de Bien, un concepto definible, que sea comprendido por todo intelecto,
pero ni él ni su escuela lograron nunca acuñar la necesaria definición, al
contrario, fue su discípulo Aristóteles
(384-322) quien determinó que no hay un Bien, sino muchos bienes, que son
apetecidos por los hombres; a pesar de ello, Aristóteles afirmó que entre los
bienes se da un bien mejor, que es llevar
una vida conforme a la razón, lo que se convierte en la señal de que tu
vida será una vida correcta, pero
semejante conclusión no permitió avanzar mucho, porque faltaba establecer el
principio en función del cual una vida pueda ser calificada de racional.
En búsqueda de este
principio, un aristotélico medieval, el dominico Santo Tomás de Aquino (1225-1274) acudió a la Inteligencia y
Voluntad divinas como garantes de la moralidad de los actos humanos; ahora
bien, ¿cómo sabemos los simples mortales qué es lo que quiere Dios de nosotros?
Tomás de Aquino había separado nítidamente los dos campos, el que es propio de
la fe y el que es propio de la mera razón, y dictaminó que un filósofo,
trabajando como tal, no se puede apoyar en la fe y, por tanto, debe prescindir
del recurso a las Sagradas Escrituras e indagar únicamente con su
entendimiento. Su entendimiento le hace saber a Santo Tomás que la Inteligencia
y la Voluntad divinas se manifiestan en la ley eterna que rige el mundo, el
cual fue creado por Dios. Como participación de la criatura racional en la ley
eterna, existe una ley natural
inscrita por Dios en nuestra naturaleza que permite a la razón conocer qué
actos de los hombres son los queridos por Dios, esto es, aquéllos que no
contradigan la ley natural.
Inmediatamente se pone
Tomás a estudiar la naturaleza humana, para descubrir los preceptos que
conforman la susodicha ley natural. Su
estudio le lleva a escribir el artículo 2 de la cuestión 94 de la Summa Theologiae (I-II), en donde cabe
leer que el primer principio de la razón práctica –la ordenada a la operación–
es: «bonum est quod omnia appetunt»
(“el bien es lo que todos los seres apetecen”). De este primer principio se
sigue el primer precepto de la ley: «bonum
est faciendum et prosequendum, et malum vitandum» (“el bien ha de hacerse y
perseguirse; el mal ha de evitarse”). Continúa Tomás de Aquino afirmando que
sobre este primer precepto se fundan los
demás preceptos de la ley natural y que «omnia
illa ad quae homo habet naturaliter inclinationem, ratio naturaliter
apprehendit ut bona» (“todo aquello a lo que el hombre tiene natural
propensión, la razón naturalmente lo aprehende como bueno”). Después, considera
el autor que en el hombre se dan inclinaciones propias de su naturaleza animal,
y que pertenecen a la ley natural todas las cosas que la naturaleza ha enseñado
a los animales, «ut est coniunctio maris
et feminae, et educatio liberorum, et similia» (“como es el ayuntamiento de macho y hembra, la cría de los hijos
y cosas parecidas”). Tomás de Aquino era miembro de la Orden de Predicadores y,
como tal, obligado por su voto a la
castidad: no hay prueba histórica de que antepusiese la ley natural a la ley
positiva –la regla de su Orden– y abandonase el convento para buscarse una
coima con la que engendrar numerosa prole.
Llegamos así a la ética de Manuel Kant (1724-1804), quien también
está de acuerdo en descubrir el fundamento de la moral por medio de la razón,
de la razón práctica, por supuesto. Kant estableció que la ley moral toda se
resume en el imperativo categórico: «obra
de tal modo que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre, al mismo tiempo,
como principio de una legislación universal» (Crítica de la razón práctica, libro primero, capítulo primero, § 7
“Ley fundamental de la razón pura práctica”). Lo que pretende expresar Kant es
que el fundamento de la moral no es un principio material, que dé contenido a
las máximas o preceptos de aquélla (por ejemplo, constituye un principio
material la ya mentada ley natural, de la que se desprende el precepto de la
procreación), sino un principio formal, que dé forma a la ética de cada cual, y
eres tú quien te impones a ti mismo las máximas con que guiar tu vida, bajo el
mandato del imperativo categórico, que únicamente te ordena la forma de actuar: que quieras que los
demás obren igual que tú; en otras palabras, te ordena obrar con buena
intención, con buena voluntad, de acuerdo a lo que consideras tu deber.
La dificultad con que nos
encontramos a la hora de poner en práctica el imperativo categórico es que
cualquier actuación es lícita a condición de que actúes con buena intención,
queriendo que los demás obren igual que tú. En estos días los milicianos del Estado Islámico están llevando a cabo en
Irak una guerra estrictamente ética, puesto que no quieren otra cosa que los
demás se comprometan, igual que ellos, en una guerra santa contra el infiel, al
cual degüellan sin la menor consideración cuando se niega a aceptar su deber de convertirse al Islam,
negación, sin embargo, basada en la convicción de que su auténtico deber es permanecer fiel a su propia
religión: conflicto de deberes –según entiendas cuál es la religión verdadera–.
Siglos de perplejidad han
arrastrado a la civilización occidental (una de cuyas referencias siempre ha
sido la filosofía) al nihilismo, que
es el estado en que se encuentra el que se ha quedado sin nada (nihil), sin fundamento alguno que le
informe de cuáles son los caminos vitales acertados. Federico Nietzsche (1844-1900) se hizo cargo de tal estado de
decadencia del hombre europeo y atribuyó la responsabilidad de ello, por un
lado, a Sócrates y a Platón, empeñados en que prevaleciera la racionalidad y
mesura del espíritu apolíneo sobre la irracionalidad de los profundos instintos
que configuran el espíritu dionisíaco, y, por otro lado, a la tradición
judeocristiana, valedora de la moral del
rebaño, la moral de la compasión, cuyo objetivo no es otro que proveer de consuelo
a los débiles, a los que Nietzsche tiene por una raza inferior, de siervos.
Frente a la moral de los siervos, Nietzsche predica
la moral de los señores, de los que
él considera hombres superiores, como manera de sobreponerse a la postración de
Occidente y, en la medida en que Occidente impone sus categorías, del mundo
entero.
No se entretiene demasiado
el filósofo en exponer en qué consiste la moralidad superior, aunque algunas
pistas nos da. El señor es duro, es egoísta, es cruel, en vez de compasivo:
compasivos son los integrantes del rebaño –que gimen reclamando el amor al
prójimo, para que la comunidad alivie sus temores e inseguridades–. El señor es
autosuficiente, se crea sus propios
valores, y esto nos permite entender que la ética nietzscheana es, a
semejanza de la de Kant, una ética autónoma, pero acaso sea preciso mostrar
cuál es el principio formal en que se apoya la propuesta de esta moral
superior.
La metafísica de Nietzsche
se reduce a explicar el mundo como un conjunto de fuerzas que luchan entre sí
por someter al resto; el ser humano se encuentra en medio de esta lucha e
interviene en ella, sólo que quiere conscientemente lo que a otros entes mueve
ciegamente. La única realidad que subyace es la voluntad de poder, el impulso de dominio, esencial para cada
fuerza. El principio en que se apoya la moral de los señores no emana de la razón práctica, sino del trasfondo
dionisíaco en que residen los recónditos sentimientos
del alma humana, y allí se encuentra esta voluntad de poder, a la que la moral
superior no enmascara, como hace la moral del rebaño, sino que la asume
plenamente.
¿Está justificada una moral
de la voluntad de poder? La humanidad se dio cuenta pronto de que el hombre es
un lobo para el hombre y de que, si le dejamos guiarse libremente por su
personal voluntad, la convivencia resulta imposible. Esta certeza está a la
base de la ley positiva, de la regulación de la vida en sociedad, y, si se
quiere, es también el origen de la denostada moral del rebaño. Algunos
optimistas, empero, prefieren imaginarse que el individuo humano es
naturalmente bueno y que es la sociedad la que le corrompe, pero precisamente
la sociedad, en cuanto que nos sentimos constreñidos a la vida en común,
procura el equilibrio entre ambiciones contrapuestas, como la selección natural
logra que la lucha por la existencia equilibre las fuerzas vitales en un
ecosistema estable, eso sí, a costa de los peor adaptados. El equilibrio
social, análogamente, no evita la desigualdad y, de hecho, hay unos que dominan
y otros que son dominados, lo que desemboca en la coexistencia de dos morales,
una de la concordia y otra del imperio. Nietzsche reconoció (cf. Más
allá del bien y del mal, aforismo 260) el hecho de que esta duplicidad de
morales es una constante en la historia, pues siempre actúa la voluntad de
poder, aun en los tiempos de esplendor de la moral cristiana, y podemos añadir
que también en sociedades teóricamente igualitarias, como la de nuestra
civilización occidental.
Hoy la situación anímica de
nuestra civilización occidental es consecuencia
del desconcierto ocasionado por el nihilismo,
y la actual duplicidad moral viene dada por la prédica interesada por parte de
los que controlan la sociedad de una moral del rebaño de raigambre cristiana,
la ética de los Derechos Humanos, que
sirve primariamente para engañar a los desgraciados y secundariamente para
anonadar a tu rival político (por ejemplo, acusándole de racista por haber
llamado “negro” a un negro), y, por encima de ella, una fáctica moral de
señores, encarnación de la voluntad de poder, que es el criterio con que se
resuelven en última instancia los conflictos, sea en el terreno de la economía,
sea en el terreno de las relaciones internacionales. En cuanto a los que se
atreven todavía a ocuparse del fundamento de la moral, éstos caen en el relativismo moral de admitir que todas
las éticas son equivalentes, puesto que no hay principio universal, o, si
piensan un poco más, se refugian en una ética
del consenso, que los moralmente válidos son los juicios en que coincide
una mayoría cualificada de la asamblea. Tampoco esto es solución, puesto que
nos podemos encontrar en similares circunstancias a la de una hipotética (o no
tan hipotética) colectividad de aficionados a las bebidas alcohólicas en cuyo
seno un abstemio fuese fuertemente censurado por negarse a participar en una
borrachera. No es de extrañar que el Papa emérito, Benedicto XVI, se declare
enemigo del relativismo moral.
A pesar de la evidencia de que la sociedad
posmoderna es nihilista y de que con ella se acabó el espejismo ilustrado del
progreso moral, nos encontramos por doquier gente que aún cree que la humanidad
recorre una vía de perfección, unos opinan que el libre mercado proveerá
eternamente de riqueza y que la sobreabundancia se repartirá de manera
espontánea entre los hombres, habrá para todos, incluso aunque siga el
crecimiento exponencial de la población, mientras que otros, no tan satisfechos
con el presente estado de cosas, afirman que otro mundo es posible, a través de
algún tipo de revolución transformadora, pero lo cierto es que la preponderante
voluntad de poder es autodestructiva en potencia, ya que implica la lucha de
todos contra todos.
La humanidad es una rara
especie dentro de la biosfera, porque su inteligencia
le permite subvenir a sus necesidades explotando el medio más allá del límite
que la lucha por la existencia marca al resto de las especies y, al final de su
ciclo vital, ha alcanzado en nuestra época un inmenso poder, una capacidad de
destruir y de autodestruirse que no encuentra barreras naturales. La tecnología
(¡ah, la tecnología!) provee a los ejércitos de armamento ante el que no cabe
defensa alguna y el desarrollo económico está lanzado a una huída hacia delante
que agota uno tras otro los recursos de la naturaleza y las fuentes de energía
y amenaza con aniquilar el entorno natural en que vivimos. Destruimos el
planeta que nos acoge y nos autodestruimos entregándonos a guerras
inmisericordes, y más aun lo serán cuando la escasez se extienda. Aquellos
ilusos, sin embargo, se consuelan con la idea de que la tecnología (¡ah, la
tecnología!) encontrará soluciones y continuaremos habitando por siempre en ese
“mundo feliz”, un mundo sin base moral, pero en el que los agraciados
ciudadanos de los países poderosos disfrutan noche y día de placeres sin
cuento… mientras puedan.
Si el equilibrio de la
naturaleza no puede poner freno a la voluntad de poder de los humanos, ¿será la
sociedad la que se imponga a sí misma límites a su afán suicida? Pero, para
esto, sería necesaria una moral que no fuera de señores, una nueva moral y una
nueva política a las que –me temo– se opondrán los señores con todas sus
fuerzas, que son muchas, y para las que seguimos sin encontrar fundamento
objetivo, sin principio universal aceptable por todos, porque nosotros, los
nihilistas, todavía no sabemos qué es el Bien: se contradicen entre sí las
cosas que unos y otros apetecen. ¿Qué hay que hacer, iniciar las prospecciones
frente a las costas de las islas Canarias, con el fin de mitigar la disminución
de las reservas mundiales de petróleo, como quiere el ministro de Industria, o
no iniciarlas, con el fin de preservar las aguas oceánicas y el litoral del
archipiélago, como quiere el gobierno de esa comunidad autónoma?, ¿qué
principio objetivo nos permitirá elegir el bien mejor?, o ¿se resolverá el
dilema con un puro enfrentamiento de voluntades?
Torrecaballeros, 25 de
agosto de 2014.